Por un rato todo fue silencio, y cuando acabamos la tarea de la sangre y de las vísceras fuimos toda la familia al jardín a soterrar el cóndor muerto.
Desde el momento en el que entró el cóndor a la casa a través del ventanal empezamos a intentar arrinconarlo. Así, con las manos, ahuyentándole, diciéndole repetidas veces shú, largo de aquí, fuera de la casa, y así por el estilo. Porque no es nada común que un enorme cóndor, con patas gruesas, gigantescas, y ese semblante tan tantas cosas que lo hacen indescifrable y temible al mismo tiempo y tal vez por la misma razón, entre volando hasta adentro de la casa por una ventana que, por lo demás, casi nunca dejamos abierta en su totalidad, y se plante en el medio de la sala a caminar por los muebles y a intentar abrir sus alas y de inmediato desistir, tal vez por falta de espacio, pues nuestra sala no es muy grande y ese día era domingo y estábamos reunidos casi toda la familia, por favor, qué susto tan enorme en un principio y luego, en un instante, la repulsa, el miedo, el asco.
Y ahí estaba, nosotros tratando de ponerle en una esquina para luego hacer ¿qué cosa? ¿Qué hubiéramos hecho si es que lo atrapábamos? Lo que queríamos era verlo lejos, en cualquier otro lugar literalmente, que en el piso de la sala, un amago de porcelanato, que mamá Corina se había esmerado tanto en limpiar esa mañana para recibir a todos, abuelos, primos, tíos, nietos y bisnietos. Entre todos hacíamos acaso doce, y contando con los guaguas unos quince máximo. Antes teníamos un perro en la casa, muy querido y entrañable, que había muerto lastimosamente hacía unos años. Murió por viejo y lo enterramos en el jardín. Hubiera sido algo terrible ver al perro batallar hasta las vísceras con el cóndor de mirada hermética, con el cóndor oscuro de mirada oscura y ancestral, con el cóndor y esas garras como tres navajas curvas y esa uña desprendida de la parte trasera de la pata, tan mortífera como las otras. Habría acabado con el pobre perro el cóndor, de eso no me cabe duda.
Pero bueno, el cóndor ahí permanecía, y yo empezaba a tener miedo. Más precisamente, el miedo en mí crecía, se iba hinchando lentamente como un globo de fiesta adentro de mi abdomen hasta abarcar todos mis órganos internos. Y no es que era yo un tipo que se diga ansioso, no, pero es que imagine usted por un segundo la presencia exorbitante y absorbente, casi tenebrosa, augurera, de un ave tan inmensa como amenazante en un lugar que no sea el abierto cielo de los páramos. Porque claro, ver a un ave volar libremente a la distancia, y contemplarla en esa extenuante libertad que a los hombres nos está negada, con el ancho cielo de telón es un paisaje agradable que de tan lugar común nos llega a veces a ser incluso indiferente. Pero es la pasividad del ave lo que asusta, es el ave que está cerca, la prosa con la que camina o brinca, acabando como nosotros y las cosas nuestras, nuestras reuniones de domingo y sobremesa, nuestros juegos de azar y los rituales. Más aún, la idea misma de un ave bajo techo puede resultar espeluznante hasta para los que casi no somos demasiado propensos a asustarnos con frecuencia.
Iba pavoneándose el enorme cóndor como Pedro por su casa, la nuestra. En un intento por abrir las alas ante nuestro movimiento incesante de las manos en alarma fue tirando un candelabro que a mamá Corina le habían regalado para el huasipichay cuando vinimos a vivir acá en el valle. Tampoco es que me gustara tanto a mí ese candelario, pero más fue el ruido el que desató una oleada de desesperación en mis entrañas, todo destruido ahí en el piso, y fui comprobando que los demás estaban igual en ese frenesí nada gozoso de violencia extraña y desproporcionada, en desacuerdo con el día a día; la tía estaba al borde del desmayo, derramada en los brazos de una de sus hijas.
A los guaguas los fueron a meter a la cocina para que no se asustaran y para que no les hiciera daño el cóndor, pero la más pequeña alcanzaba a ver, apenas a hurtadillas, la escena tan fatídica de ese domingo tan inusual: la familia entera persiguiendo a ese pajarraco gigantesco que, a pesar de ser nosotros una amenaza para su vida, continuaba caminando con una majestad que no era dable en los humanos. Y cuando se asustaba porque estábamos a punto de cogerle (y eso que la sala no es muy grande ni siquiera), pegaba un salto pequeño y continuaba en la elegante oscuridad de sus plumas ominosas. Qué habría pasado si lo hubiera alguien cogido, no lo sé. Pero en esas cosas no se piensan cuando se tiene al frente una situación tan delicada. Y fue precisamente entonces cuando mamá Corina se acercó, como emergiendo de un letargo, con un bolillo largo de madera entre sus dedos, y cundió, realmente por primera vez en esa tarde, la histeria, el pánico, el terror.
Ya con el bolillo la algarabía fue general. Gritos por todas partes, todos diciéndole a mamá Corina que no, que no lo hiciera, otros a ratos resignados le decían sí, que sí le dé uno justo en la cabeza y que acabemos con esos minutos tan aciagos de total incongruencia; a la final le contuvieron a mamá Corina y bajó el bolillo no sin antes volver a amenazar al cóndor amagando un gesto brusco que ya a mí en ese momento me pareció desatinado. Y bueno así las cosas hasta que pasó realmente lo peor: el cóndor y su intento definitivo por volar, largarse ya de esta inexplicable pantomima que empezaba a alargarse demasiado. Y en verdad que fue asqueroso, no lo sé, quisiera poder utilizar otra palabra pero luego lo que dio fue asco, sobre todo a los que nos tocó limpiar después menudas tripas y trapear la sangre del porcelanato hasta que quedara nuevamente limpio, que se pueda comer de él me parece haber oído decir a mamá Corina, pero no presté mucha atención ese rato, sinceramente, más bien fui rápido a traer la escoba, el trapeador, el balde y unas toallas, porque el cóndor, intentando haber volado por vez última, se estrelló violentamente contra la pared de nuestra sala y murió unos segundos después, sin agonía.
Por un rato todo fue silencio, y cuando acabamos la tarea de la sangre y de las vísceras fuimos toda la familia al jardín a soterrar al cóndor muerto. Quien lo cargó entre sus brazos fue mamá Corina, y me imagino que el animal pesaba toneladas porque le costaba sostenerlo entre sus brazos a pesar de ser tan tuca. Todos menos ella, que cargaba con el peso de la bestia inerte, cavaron en el suelo con la pala. Y nos íbamos turnando cada uno porque solo era una pala para tanta gente. Una vez cavado el hueco mandaron a los guaguas a que vengan y hagan parte de esta escena, extraña, sí, pero familiar al fin y al cabo, y vinieron silenciosos a adecuarse a nuestro silencio.
Luego de eso, bueno, alguien dijo son las cinco y media ya es hora del café. Y nos sentamos todos a la mesa.
Quito, junio de 2020.