La casa al final de la calle se rodeó de historias y cuentos que hacían correr a los niños de la cuadra. Pero quizá era lo mejor, que volara su imaginación, pues la realidad podía ser mucho peor.
Al final de la calle hay una casa.
Valeria podía verla desde la ventana, cuando se asomaba por la habitación de sus padres a contemplar el atardecer. Era su momento favorito del día, el tiempo se le iba volando observando los colores que pintan el cielo de formas extraordinarias. Era también cuando la luz desaparecía, proyectando las sombras de los árboles, los carros y los edificios.
Durante el atardecer la casa al final de la calle se envolvía en las sombras de los árboles a su alrededor, pero desde la primera vez que la vio, Valeria pensó que la oscuridad parecía salir del interior. Se dibujaban las siluetas de las ramas en toda la fachada, como si escalaran por la puerta de la entrada hasta las ventanas del segundo piso, esas que siempre tenían las persianas cerradas. A veces, en las noches, cuando la luz de las habitación principal estaba encendida, se veían a través de las cortinas figuras moviéndose, rápidas, como si fueran conscientes de su presencia y no quisieran ser vistas.
Valeria creció temiéndole a esa casa.
En las mañanas salía en bicicleta con sus amigos de la cuadra y recorrían todas las calles, excepto la de la casa. Jugaban a las carreritas cerca de la avenida, donde se puede ir de bajada sin necesidad de pedalear y el asfalto rugoso se presta como una pista de obstáculos. No dudaban ni en los terrenos más duros, incluso se habían metido al baldío detrás de la tienda de doña Lupe. Ahí se habían ponchado muchas llantas con toda la basura acumulada, hasta con clavos viejos. Ninguno se dejaba intimidar por el peligro, pero cuando se acercaban demasiado a la casa al final de la calle, todos se detenían.
La contemplaban en silencio, las manos aferradas con fuerza a los manubrios, un pie en el suelo y el otro sobre el pedal, listos para salir disparados a la menor provocación. No tenían que decirlo en voz alta, pactando silenciosamente que por ahí no debían pasar. Había algo que lograba ponerles los nervios de punta.
A esas horas las sombras de los árboles no cubrían la fachada, debería verse menos aterradora, pero no era así. Iluminada se veía incluso más imponente, como si sus secretos amenazaran con mostrarse a plena luz del día. Esa posibilidad era aún más alarmante que la imagen en la penumbra.
Su apariencia corroída alimentaba la imaginación de los niños. Nacían historias de todo tipo, que iban contando de boca en boca y cada vez se le agregaba algo nuevo. A veces decían que su maltrecha visión se debía a que toda la casa estaba construida sobre un terreno maldito, que secaba todo lo que crecía en la tierra, y como no fue usado para sembrar, entonces consumía a la misma casa. Otras veces contaban que estaba embrujada y los fantasmas en la vivienda no le permitían a los dueños arreglar la fachada, pues les gustaba habitarla así. Sin necesidad de los cuentos, la imagen ya era de por sí deprimente: las paredes manchadas de humedad, los vidrios opacos, la pintura cayéndose, la maleza creciendo en la entrada y los números de metal uno y tres junto a la puerta, oxidados y a punto de caerse.
—El trece es un número maligno, me lo dijo mi abuelita —le contó su amigo Ramón.
Valeria pensó que el trece era un buen número para esa casa.
Por un tiempo solo era la imagen de la casa que despertaba sus miedos. Evitaba verla cuando cruzaba la sala de su hogar, donde la ventana le ofrecía una vista directa a la casa número trece. Miraba a otro lado, se distraía con sus pies cuando salía a sacar la basura. Todo para evitar enfrentarse a la tétrica morada. Sin embargo, después no pudo huir de su presencia, pues empezó a escuchar los gritos.
El alboroto empezaba casi siempre a la misma hora. A partir de la primera vez que los escuchó tomó notas mentales de cada cuánto sucedían y el tiempo en que comenzaban. Entre semana era raro oírlos, casi daban por hecho que no ocurriría nada, o que quizá sucedía muy discretamente. Pero los fines de semana era imposible no escuchar los gritos.
Todas esas noches el padre de Valeria cenaba frente al televisor, viendo la repetición del fútbol, con los alimentos servidos en la mesa de la sala. Eran momentos de relativa tranquilidad, pero la tensión crecía conforme el partido se acercaba a su fin. Y es que era cuando terminaba, pasado un rato o a veces en cuanto acababa, que la pesadilla daba comienzo. Los espectros aguardaban a que su padre apagara la televisión y soltaban sus aullidos. La casa ni siquiera estaba tan cerca como para poder oír todo con claridad, pero Valeria sentía que todo ocurría a tan solo unos metros.
Creyó que los fantasmas eran aficionados del deporte, porque parecía ser que cuando el equipo local perdía, los gritos eran aún más dolorosos. Era como si la casa sufriera por un resultado desastroso en el partido.
Se preguntó muchas veces cómo podía vivir alguien en el domicilio, con semejante pinta y los terribles aullidos en las noches. Le preguntó a su madre por los residentes, pues ella jamás los había visto. La única señal de que ahí vivían personas era el viejo coche que veía estacionado en las noches y que desaparecía al amanecer. En el momento no comprendió por qué su madre se alarmó ante la interrogante.
—No quiero que te acerques a esa casa —le ordenó, aunque para Valeria sonó más como una advertencia.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
Los niños impresionables pueden obviar muchas cosas y dejar pasar otras tantas. Pero son los hechos que los llenan de emoción y curiosidad, lo que no podrán olvidar, y Valeria sin duda nunca olvidó lo que respondió su madre a aquella pregunta.
—Es una casa monstruosa.
Sus palabras retumbaron en su mente y desde entonces cada que veía el final de la calle un nudo se formaba en su estómago. La aprehensión invadiendo a su joven ser. Una sola vez llegó a ver a los residentes de la casa número trece. Un día que, por accidente, desobedeció la instrucción de su madre.
Un domingo en la calle con sus amigos, jugando un partido callejero de fútbol, el balón fue pateado demasiado lejos. Valeria tan metida como estaba en el juego, salió corriendo tras la bola sin fijarse hacia dónde iba. Fue consciente de ello hasta que se agachó para sacar la pelota de entre la maleza y elevó la mirada, encontrándose con los oxidados números uno y tres. Fue como si el mundo entero se detuviera, sumiéndose en un remolino donde todo desapareció, menos la casa. Esa casa maligna, rodeada de historias y temores.
Permaneció congelada hasta que la puerta del frente se abrió, revelando a uno de los inquilinos, una mujer delgada y con pómulos altos, cuyos ojos atormentaron a Valeria. Hasta la fecha no puede olvidar ese rostro pálido, pero sobre todo, sus ojos. Era una mirada vacía que desconocía toda calidez y sentimiento humano, acompañada de una sonrisa triste que no parecía real. De no haberla visto bajo la luz del sol, la niña juraría que había conocido al lamento de la casa trece en persona.
—Tengan más cuidado con ese balón —fueron sus únicas palabras, con una advertencia que Valeria entendió no venía a la ligera. Ni tampoco de su parte.
—¿Dónde te metiste, Mónica? —se escuchó una voz desde dentro. Ronca, áspera, imponente. Peligrosa.
El rostro de la mujer se transformó por unos segundos, un instante en el cual Valeria vio una emoción verdadera y muy marcada: miedo. De sus labios salió una sola palabra más, en un tono tan bajo que casi se le escapa escucharla: “Hernán”. Un momento estaban solas y al siguiente una figura se cernió sobre ellas, como el vigilante de la propiedad. El marido de Mónica.
—Ah, son esos chiquillos —la voz del hombre cambió cuando vio a Valeria, suavizando el tono que había usado antes. Casi parecía imposible que fuera el mismo que había hablado desde adentro—. Los estuve viendo, nada mal, mejor que esos pendejos en el estadio.
Comprendió que los vidrios opacos y las persianas cerradas mantenían las miradas externas fuera de la casa, pero no aislaba a la casa del mundo como creía. No había mejor forma de guardar los secretos al interior sin que eso significara perderse de los demás allá afuera.
—Pero aguas con dar un mal pase y que se les vaya el balón. No querrán romper algo de esta vieja casa, ¿verdad? De por sí fea, ahora rota… —Valeria negó con la cabeza, sacándole una risotada al hombre—. Bueno, órale, de regreso que tus compas te esperan.
Una mano se posó sobre el hombro de la mujer en la puerta y Valeria pudo ver cómo todo su cuerpo se estremeció. Y lo que siguió no lo olvidaría jamás: la sonrisa que le dedicó el esposo de Mónica, una sonrisa que la hizo temblar sin explicarse el por qué. Fue lo que necesitó para salir de su trance y volver corriendo a donde los demás aguardaban, asustados y sorprendidos, pero nadie como ella. Nadie igual de aterrado que ella, aunque no entendiera la razón.
Con otros ojos, con otra mente, Valeria supo la verdad cuando regresó a casa de sus padres años después. Ya no era ninguna niña y las historias de terror se habían quedado cortas, pero la ansiedad de los recuerdos en su niñez permanecían como secuelas en su interior.
Una visita corta se alargó, como siempre sucedía entre su familia. Su madre le ofreció pasar la noche ahí y ella aceptó, sin ánimos de manejar de noche hasta el otro lado de la ciudad. Aunque aún había un poco de luz, pues se acercaba el atardecer, y recordó lo mucho que le gustaba verlo desde la habitación principal. Subió hasta la ventana y se perdió entre los colores del cielo, como cuando era niña. Revivió esos momentos y de paso revivió también las sensaciones de intranquilidad que sintió las últimas veces que se asomaba desde ahí. Inconscientemente su vista bajó un poco, luego otro tanto, y otro más, hasta que la vio al final de la calle, aún erguida pese a su terrible fachada. La casa número trece.
La visión le devolvió todos los temores que alguna vez sintió al contemplar esa vivienda. Pensó en las historias, en su apariencia descuidada, en los gritos, en los ojos vacíos de Mónica, en la sonrisa del señor Hernán. Un vuelco en el estómago, la boca seca, puños apretados con fuerza.
Con otros ojos, con otra mente, Valeria supo la verdad.
Toda su infancia tuvo razón en temer a esa casa, pero no por los motivos que alguna vez creyó. No por los cuentos, ni por su aspecto tenebroso. Por algo mucho peor.
Al final comprendió, la casa era solo eso. Una casa.
No tenía nada de monstruosa. Ni con la sombra que se forma al atardecer, ni a plena luz del día, ni en la profunda penumbra. El terror dentro no era ninguna fantasía, ni maldición, ni cuento de fantasmas. Pero era real.
Al final de la calle, hay una casa.
No está embrujada, ni maldita. No es monstruosa.
La casa es solo una casa.
El monstruo es humano.
Ese es el verdadero terror de la casa número trece.
Y de todas las demás.