Nuestro campamento era el carro, tres sillas incomodísimas, una casa de campaña que parecía la carpa de un circo húngaro corriente y la mesa donde teníamos la comida.
En este país uno nunca se aburre. Menos ahora que las y los candidatos están sacando el cobre en el circo que son las campañas (¡para que de algo sirvan nuestros impuestos!): el ingenio mexicano llevado al límite y nuestra paciencia como votantes, un poquito más lejos.
Despliegue inmejorable de la mexicanidad, cada tres años sobrevivimos las elecciones, cada vez más costosas y de menor calidad, sin que nadie más que Jorge Ibargüengoitia nos dé una sola instrucción. Difícil que haya unas Instrucciones para vivir en Suiza tan divertidas como las que nos corresponden, escritas por él. Tampoco creo que importe lo que yo diga de sus libros, y menos cuando tiene casi cuarenta años de muerto. Pero igual me atrevo a recomendarlo, pues ha logrado esclarecer algunos enigmas de lo que fue, hace algunas semanas, una demostración del folclor nacional, repleta de desfiguros y eventos desafortunados, protagonizados por nuestra raza de bronce.
Resulta y resalta que, presas de lo que es el tedio —ese sí insufrible— de tomar clases en línea, oyendo a maestros y maestras que, en su mayoría, no tienen nada interesante que decir, mis hermanas y yo optamos por abandonar la ciudad el fin de semana y pasar la noche de sábado a domingo acampando en lo que pensamos era la paz imperturbable del bosque alrededor de San Cristóbal de la Barranca.
—Si me están invitando para ignorarme con su Ángeles Mastretta, no voy a ir —amenazó mi hermano, que enseguida aceptó, tras alguna promesa que probablemente rompimos.
El viernes por la noche mi hermana y yo hicimos una despensa raquítica para tres personas, en la que lo único destacable fue una bolsa inmensa de chocolates mantecosos, un tubo de galletas María y medio kilo de bombones. Fueron trescientos pesos de pura chatarra y un jitomate. Regresamos a la casa en un camión atascado de gente, con una mochila repleta de comida sobre mi espalda y luego la suya, puestos a la merced del chofer que vio bien bajarse a estirar sus piernas en plaza Galerías, mientras cenaba dos tamales y un vaso de atol.
En México el prójimo se convierte en amigo o en adversario rápido y sin otro trámite que la primera impresión que nos deja. Aquí el chofer pasa a la segunda categoría. Lo esperamos cuarenta y cinco minutos. Y en el camión donde caben cuarenta personas, abordaron ciento veinte.
Esa misma noche, mi hermana empacó y subió al carro todo lo que íbamos a llevar. Al día siguiente salimos pasado el medio día. Yo manejé. Llegamos rápido y sin prisa a las barrancas que le dan cauce al río Santiago que se ve y huele como una cañería desbordada. En menos de dos horas llegamos a San Cristóbal de la Barranca, metido en un hoyo escoltado por cerros altísimos, donde todo mundo se ve feliz porque nadie se entera de nada y el progreso les hizo el favor de nunca llegar.
—¿Vende leña? —le preguntó mi hermano a una señora que no se veía con muchas ganas de estar trabajando en sábado a la hora de sentarse a comer.
—Aquí nadie vende leña. Cuando alguien necesita leña, se va al monte. Vayan al cerro y ahí encuentran su leña. Nada más cuidado con los alacranes.
Compramos carbón y birotes y seguimos cuatro kilómetros por el mismo camino por el que llegamos, para entrar en un camino de terracería, dejado de la mano de dios, que lastimó el carro de mi papá y nos condujo, cerro abajo, a un pedazo de tierra que no es Territorio Telcel.
Ignoro el nombre del lugar al que llegamos. Dimos con él por recomendación de una de las amigas de mi hermana:
—Yo siempre voy ahí con mi novio —le dijo cuando buscamos un lugar donde dormir.
Era un llano arbolado, protegido por montañas como paredes, espolvoreadas con tierra seca, síntoma de estos tiempos en que ni de broma cae una gota de agua del cielo, y adornadas por matorrales y árboles que bien podrían llevar seis meses muertos. El campo al que llegamos tenía la bondad de estar —al menos parcialmente— empastado y sembrado de árboles enormes que regalaban sombra como bendiciones, colocados —asumimos— de manera que dividieran los espacios ocupados por el campamento de cada familia. Asumimos mal.
La señora que nos recibió —adversaria, sin duda— nos cobró cuatrocientos ochenta pesos por las tres, a manera de saludo, y nos explicó como a quien le cobran cada palabra:
—Acomódense donde quieran. Los baños están detrás de aquella alberca. Atrás de aquella fila de árboles hay albercas con agua caliente. Pueden entrar a cualquiera las veinticuatro horas del día, bajo su responsabilidad. No hay salvavidas. Si van a prender fogata, háganlo donde quieran, mientras no haya pasto. Si necesitan mesa y sillas, se las podemos rentar en aquella caseta. Pueden tener la música que quieran hasta las doce de la noche. A partir de esa hora deben guardar silencio —eso último, lo he confirmado, no es producto de mi imaginación. Ella lo dijo.
Estacionamos el carro en un claro sin gente. Dentro del carro nos pusimos nuestro traje de baño y salimos para montar el campamento.
—No trajimos sillas —fue la primer falla de la que dimos cuenta.
—¿Y trajimos casa de campaña? —pregunté.
—No sé. Eso le tocaba a Nano.
—Pues me traje una bolsa que estaba en la bodega, que según yo es la casa de campaña, pero no estoy seguro. No la revisé. Es probable que sea la casa; tanto como que no.
Una cosa se le pidió y no la pudo hacer bien. Abrimos la mentada bolsa y encontramos dentro una lona desgarrada que solo mi papá sabe para qué guarda.
—¿Entonces dónde vamos a dormir?
Seguimos sacando el equipaje del carro. Ale, mi hermana, llevó dos maletas. ¡Para pasar una noche! Dos pares de zapatos y un cepillo de dientes que utilizamos las tres. Nano, mi hermano, un botecito de gasolina y una pistola de balines.
—Aquí no triunfa ningún pinche coronavirus.
—¿Dónde vamos a dormir?
Entre maletas y colchonetas y hieleras, apareció una caja de cartón mal amarrada, de cuyas entrañas salió la casa de campaña. Adivinar quién la empacó.
—Ármenla ustedes —les dije—. Yo les hago de comer.
Saqué los bolillos, un aguacate y un pepino, el queso panela y un frasco de mayonesa de chipotle para hacer tres lonches. Mientras, comimos unas empanadas horribles que nos espantaron el hambre. La de Nano rellena de un mole que parecía moronga. La mía rellena de aire, con un papelito que rezaba: «aquí deberían ir las rajas».
—No vienen las estacas de la casa —anunció mi hermano.
—¿Y eso para qué sirve?
—Para lo que sirvan. Antes digan que viene la casa. ¿Sin estacas se puede instalar?
—No creo —dijo Nano.
—¿Y entonces dónde vamos a dormir?
—Ya me preguntaste mil veces —me contestó Nano—. Ultimadamente tiramos las colchonetas en el pasto o nos metemos al carro.
—Yo a la intemperie no voy a dormir —dijo Ale.
—Ah pues no duermas. Préstame un cuchillo. ¿Traemos cuchillo?
Mi mamá nos mandó un cuchillo que obtuvo como regalo cuando compró un aceite Nutrioli hace quince años, que no corta ni una rebanada de pan. Abrí los birotes con las manos y rebané el aguacate y el queso con un cuchillo de sierra desechable que Ale encontró al fondo de la bolsa de cubiertos.
—Nano, ¿le pongo pepino al tuyo?
—Échale todo lo que le puedas echar. Si traes cátsup, échale cátsup.
Lo mínimo y lo máximo que se puede esperar de un lonche se encontraron en un punto impredecible dentro de un birote embarrado de mayonesa de chipotle, con rebanadas mal hechas de queso panela, aguacate, pepino y pedazos amorfos de jitomate.
En la tarde recolectamos leña —ellas buscaron y cargaron. Yo dirigí la operación—, escuchamos a los Beatles a la orilla de la alberca y nadamos protegidas por los rayos tenues del sol que se quiere ocultar, pero no se termina de despedir. No teníamos señal. No había mucha gente. Nos cambiamos los trajes de baño por ropa seca. Rentamos tres sillas —dejamos en garantía la identificación de mi hermana que ahora no aparece por ningún lado— y Nano encendió el carbón para hacer de cenar.
—Cuando vean que alguien le sopla al asador como si de eso dependiera su vida, no sabe prender carbón. Para encenderlo solo se necesita paciencia.
Sobre las brasas pusimos una olla de macarrones con queso de dudosa composición y medio litro de leche para hacer chocolate caliente. En esas estábamos cuando empezó a inundarnos un olor inconfundible a hot dogs de pueblo y empezó a aparecerse la policía con cierta recurrencia notable. No teníamos más luz que la de las estrellas, pero alcanzamos a ver a varios motociclistas arremolinarse en un pedazo de tierra, preparándose para lo que vino después. Supimos de inmediato que habrían de ser adversarios.
Antes de que empezara la guerra, Ale y Nano lograron levantar la casa y mantenerla en pie, dejando caer maletas y un bidón de agua en las esquinas. Cenamos mac & cheese, smores y chocolate caliente. Nano juntó las ramas enormes de una palmera seca y las encendió sobre los leños que nunca terminaron de prender y leímos un cuento de Inés Arredondo. Para eso de las diez y media de la noche hicimos pipí sobre el intento de fogata y nos fuimos a dormir.
—Nunca pensé que alguna vez en mi vida iba a pasar una noche en Vietnam —fue lo primero que dijo Nano, en cuanto se levantó la siguiente mañana.
A diez metros de nuestra casa de campaña se había instalado un grupo de gente —¡adversarios!— que se dedicó a fumar marihuana toda la noche y desgarrarse el corazón a gritos con las canciones horrendas de la Arrolladora Banda El Limón. Luego, los motociclistas emprendieron la importante tarea de ver quién era el más hombre en una partida interminable de carreras con arrancones y los marihuanos hicieron lo propio, peleándose, a eso de las dos de la madrugada, por una bolsa desaparecida de cacahuates, hasta que, a empujones, uno de ellos acabó aterrizando en el pedazo de casa donde estábamos tratando de descansar. El desafortunado cayó exactamente sobre mi hermano, que ni un segundo tardó en salir a restaurar la paz. Adivinar qué tanto les habrá dicho:
—Ya deja de estar chingando —se dijeron entre ellos más tarde—. Te va a volver a venir a regañar el señor.
Mi hermano tiene veinte años.
—Les iba a salir a decir que yo les daba el dinero para sus pinches cacahuates, pero que dejaran de chingar —dijo después mi hermana, en el desayuno.
Aparentemente ninguno de los asistentes tenía reloj. Ni siquiera la encargada. Dio la media noche y nadie se molestó en quitar la música. ¡Hasta más alta la pusieron! El silenció se instaló alrededor de las cuatro de la mañana ¡y poco duró! A las cinco y media un frío insufrible nos despertó temblando a las tres y una hora después empezaron a cantar los pájaros como si fuera el día más bonito de la primavera. A las ocho estábamos las tres sentadas alrededor de la mesa que rentamos, viéndonos la cara, sin haber podido cerrar los ojos por más de cuarenta minutos.
Rápido, como si nada hubiera pasado, los niños empezaron a aparecer por todos lados, como las hormigas, jugando futbol y abarrotando las albercas. Nosotras desayunamos choco krispis, le aclaramos a la señora que andaba buscando incautos escurridizos que le habíamos pagado nuestra estancia el día anterior, volvimos a enfundarnos en trajes de baño y nos fuimos las albercas —atascadas, como si la gente hubiera salida de debajo de las piedras—, hechas un caldo. Ahí entramos en una reflexión insondable:
—¿Por qué la gente en México no tiene la costumbre de usar traje de baño?
Todo mundo, siendo nosotras tres la excepción que confirma la regla, vestidos como si hace un segundo hubieran estado trabajando y de un segundo a otro se hubiese presentado la urgencia de saltar al agua sin disponer siquiera de dos minutos para ponerse un traje de baño. O encasquetarse ropa cómoda. La inmensa mayoría de la gente se zambute en el agua en sus pantalones de mezclilla y playeras descoloridas sin mangas, que en lugar de proteger del sol, dejan la marca de quien ha estado pescando sobre una lancha todo el día. Hasta hoy no hemos podido descubrir el enigma.
Aquello parecía Chimulco. Atestado de un momento a otro. Con una familia sacando los víveres para su día de campo del interior de una ambulancia del Gobierno del Estado, debajo de un árbol, y todas las demás instaladas en una guerra de bandas con bocinas a todo volumen, como compitiendo por ver quién escucha la música más espantosa.
Nos fuimos de ahí a probar las albercas de agua caliente; atascadas también de señoras comiendo tostadas de atún y niños y niñas probablemente manteniendo la temperatura con sus orines. Finalmente nos sumergimos en la que tenía menos gente —que igual era mucha—, de un metro y medio de profundidad. Ahí aparecieron los primeros amigos: Donnovan y Dominick —adivinar qué habrán hecho para obtener esos nombres—. Dos gemelos que no se parecían en nada más que en tener ambos cuatro extremidades, cuyo parentesco comprobé —según yo muy listo— preguntándole a cada uno, sin que el otro supiera, su fecha de nacimiento.
—Déjenme en paz. No me quiero meter. No sé nadar —apareció uno de ellos en la escena, gritando.
—¡Aviéntate! —le insistió un tercero, presunto primo suyo—. Si te ahogas, ellos te sacan —le dijo señalándonos. Ninguno pasaba de los seis años.
—¿Cuántos años creen que tenemos? —les preguntó Nano.
—Ustedes dos quince —nos dijo uno de ellos a Nano y a mí—. Ella treinta y tantos.
Estuvieron nadando alrededor nuestro un rato, saliendo de la alberca solo para alejarse y correr hacia nosotros en lo que creían un clavado inmejorable. Finalmente se fueron cuando uno de ellos, el que desde el principio no se quería meter, dijo que tenía miedo y frío como si, francamente, tuviera cosas mejores que hacer. Entonces nosotras también abandonamos la empresa de estarnos asoleando y nadando en caldos de orines, para comer la comida que nos quedara a esas alturas del partido y recoger todo para regresar a Guadalajara.
Nuestro campamento era el carro, tres sillas incomodísimas, una casa de campaña que parecía la carpa de un circo húngaro corriente y la mesa donde teníamos la comida. Caminamos hacia allá y Ale, muy acomedida, nos ofreció guardar nuestras cosas en la bolsita que traía cargando en su hombro —como las viejitas que, sin guardar en ella nada importante, no la pierde de vista ni deja que nadie se le acerque—, «para que no las anden cargando en la mano». Le entregué todo menos mi celular. Con «todo» puede entenderse «las llaves del carro». Y entonces, ya en el campamento, ella procedió a guardarlo todo de una manera tan escrupulosa que ni ella misma se pudiera acercar.
La sucesión de eventos: Ale saca las llaves de su bolsa. Abre la cajuela del carro sin retirar los seguros del resto de las puertas. Pone las llaves de regreso en la bolsa, donde también guarda sus celulares. Toma agua del único bote que nos queda. Guarda el bote de agua y la bolsa en la cajuela para que nadie se la fuera a robar. Cierra la cajuela. Se gira y pregunta:
—¿Qué vamos a comer?
En esas estamos, acariciando a un perro que llamamos Juan José y no nos atrevimos a adoptar, cuando todavía tiene la audacia de preguntar:
—¿Y las llaves del carro?
Solo yo traía mi celular, por obra y gracia de alguien que evidentemente no es Ale, y asido a esa certeza fui a preguntarle a las encargadas de aquel tianguis turco si había alguna manera de comunicarnos con la civilización.
—Si te vas caminando hacia allá, vas a encontrar un puente colgante sobre un río. Justo a la mitad del puente, te agarra la señal.
Allá voy y ahí conseguí hablar con mi papá, quien desde luego nos felicitó por la agilidad mental que nos caracteriza y que, en ese viaje, brilló con intensidad especial. Me pidió que le enviara mi ubicación exacta para llevarnos el duplicado de las llaves y me di cuenta que estábamos en medio del monte, a cien metros de la frontera con Zacatecas.
Llegaron sin inconvenientes a la vuelta de una hora. Cuando nos vieron nos preguntaron si no nos había dado miedo habernos metido «en ese hoyo funky» y nos ayudaron a recoger para salir corriendo antes de que se terminara de oscurecer el cielo.
—¿Quién va a manejar?
—Quien sea. Solamente no le den las llaves a Ale.
—Ni le pidan que nos busque dónde acampar. Su amiga ha de ser novia de Julión.
—¿Y entonces a dónde vamos a ir el próximo fin?