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Sueños y ocupaciones

Por Eduardo Jorge González Yáñez
septiembre 6, 2021
en Crónica, Periodismo
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Sueños y ocupaciones
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Lo he escrito antes, que soy mesero en una hamburguesería. Soy o era, pues he intentado renunciar más de un par de veces y actualmente mi estatus laboral es dudable. Como si se me diera natural servir hamburguesas o a la dueña le costara mucho trabajo conseguir una suplente. Y yo termino por volver siempre que me llaman porque el empleo me gusta. Me gusta ganar dinero, pensaba al principio, pero eso es obvio. Los amigos y amigas que ahí he conocido son increíbles, en realidad. El parrillero hace la mejor imitación que he oído de El Perro Bermúdez. 

—Le piden una de picaña al parrillero, el parrillero pide la picaña, le pasan la picaña y la filetea. La pone a la plancha, la grasa salpica y le quema el brazo derecho. Voltea la picaña con la mano izquierda y pide un pan rebanado y untado de mayonesa. Le pasan el pan, lo pone a la plancha, saca la lechuga, la pone a ahumar sobre el pan en la plancha, coloca la picaña encima y saca la hamburguesa para que la emplaten. Le sirven los vegetales, tocan la campana para que vengan por ella y se la lleven a los clientes hambrientos. ¡Estamos frente al parrillero más rápido del mundo!

Otra, una mesera, trabaja en una librería por las mañanas y al salir, su novio la recoge y la lleva a la hamburguesería para trabajar un turno más de seis horas. Es enfermera y bailarina de profesión, pero eso no le paga lo suficiente. Quiere conseguir una plaza en uno de los cruceros de Disney, bailando para los gringos que ven bien exotizar la danza que ha nacido en América Latina como una forma de besar al mundo. 

—Pagan muy bien. Sería millonaria.

Sueña con estudiar una tercera carrera en tanatopraxia y abrir su propia funeraria. 

—Desde niña me he rodeado de muerte. Quiero que la gente muera mejor.

Quien enseña eso de vestir muertos en Guadalajara cobra más de lo que ella puede pagar y por lo pronto, ahorra. Desde hace algún tiempo, mientras consigue el dinero, le dedica un par de noches a la semana a merodear en las funerarias para preguntar si hay algún alma buena que le pueda enseñar a maquillar y conservar cadáveres. Está dispuesta a pagar o trabajar gratis o hacer lo que tenga que hacer.

Dos más, meseras también, se han convertido rápido en mis amigas. Una ya dejó el trabajo porque terminó su licenciatura en gestión de negocios gastronómicos, es bailarina de ballet folclórico y se cansó de que la exploten. La segunda hace mis tardes más afables con cuanto me platica y dice sobre mis amores nunca correspondidos y la inaguantable costumbre de la dueña de estar sobre nosotros viendo qué hacemos mal. Ella, mi amiga, quiere estudiar psicología. Ha intentado entrar cuatro veces y las cuatro le han dicho que no. Pronto volverá a hacer trámites. Mientras, trabaja para ganar cada domingo lo que gasta entre lunes y martes.

Cómo llegué ahí, también ya lo he escrito. Mi hermano sueña con vender hamburguesas hechas por él y consiguió ese trabajo para familiarizarse con el argüende que es darle de comer a la gente. Trabajó cinco días y, al sexto, se tronó el ligamento cruzado de la rodilla jugando basquetbol. Lo operaron, le prescribieron tres semanas de descanso y me pidió que lo cubriera. Eso fue hace tres meses. Él nunca volvió. Yo me quedé porque lo disfruto y porque me ha abierto el mundo. 

Lunes y martes descansamos y mis amigos me invitan a lo que nadie me invitaba desde hace ocho años. Habitan la ciudad, se ejercitan en la unidad deportiva de Colón y Lázaro Cárdenas siempre que pueden y los domingos no se pierden la Vía Recreactiva. Uno de ellos, el parrillero, me ha prometido ser quien finalmente me enseñe a frenar en patines. Un domingo de estos.

¿Qué más he visto? Que en lo que pasa uno no tiene nada que ver. Que el despilfarro, los excesos y el desperdicio en el capitalismo son inhumanos, despiadados, casi sin límites. ¡Y los desperdicios humanos! Indigentes con solo dos o tres extremidades que llegan pidiendo dinero, o mujeres cubiertas en harapos pidiéndonos algo para comer.

—Tiene seis meses que nadie me da trabajo y dos días que no como nada.

Ese día no estaba la dueña y le ofrecimos un plato de papas a la francesa.

—No tenemos otra cosa.

—¡Lo bueno que no hay! Unas papas están perfectas. Y si me prestan un cuchillo se los agradezco. ¿Puedo arrancar una hoja de la sábila que tienen afuera?

Rebanó la sábila y succionó con su boca el gel que rellena la hoja carnosa, envuelta en espinas.

—Con esto y las papas. Muchas gracias. Cuiden su trabajo muchachos —les dice a ellas que quieren estudiar y están en esa batalla, intentándolo cuantas veces encuentran el ánimo de hacerlo, y a mí, estudiando en una escuela carísima algo que ya no me gusta. Pero ya pronto termino (y ese será el tema de otra publicación). Por ahora yo también he de dejar mi empleo. Así lo ha hecho mi hermano por ir en pos de un sueño burgués y mi hermano está por cumplir el suyo. Yo entonces junto con ellas. La traba es que yo tengo muchos, pero en eso estamos.

Lección de urbanismo (de alguien que no es urbanista, sino humano): decenas de personas que a eso se dedican lo han denunciado: hay una ideología social del automóvil que sostiene y promueve esa elección socialmente estúpida que es utilizar el auto como modo predilecto de movilidad individual dentro de las ciudades. Adivinar por qué es tan complicado que los y las automovilistas lo vean. Estarán muy cómodos con el aire acondicionado a todo lo que da, metidos en el tráfico infernal que encuentran —sin darse cuenta de que son ellos mismos— a donde quiera que van. Yo a esa dictadura me opongo con mucha vehemencia. 

Se supone —y cualquier cosa que empiece con una suposición se supone débil, dando una idea de cuánto se han pasado de tueste— que en una democracia —la idea no es mía, sino de Ibargüengoitia— todas y todos tenemos el mismo derecho de pasar primero en caso de cruzarnos con otra persona, cosa que no implica ningún problema si las dos personas que se cruzan van a pie. Pero resulta que si una de las dos va en carro (y más, a una velocidad torrencial), no hay quien pueda detener el derecho que aparentemente ha obtenido esa persona, al comprar el carro y contaminar el aire que respiramos todos y todas, de pasar primero. Se asume, todo mundo asume, que el automovilista pasa, y solo a menos de que sea muy amable, cede el paso.

En realidad eso es toda una estupidez. El peatón va primero porque todas y todos somos peatones y todos y todas vamos primero. En todo caso, quien compra un carro y decide usarlo cede ese derecho a pasar primero y se arroja a sí mismo al fondo de la pirámide de la movilidad. Es así por eso de la democracia (los derechos no se compran) y porque moverse en solitario en carro es un acto atroz, una disrupción imperdonable del espacio público (donde, de nuevo se supone, debe haber cabida para todo cuanto nos es común, pero está en realidad plagado de propiedad privada en su presentación de automóviles).

Y la gente, cochistas, les han llamado, todavía pone el grito en el cielo cuando algún funcionario valiente (y por eso extraño) apuesta por otros métodos de transporte que hagan de las ciudades espacios vivos y multimodales, funcionales para todo mundo, sin darse cuenta de que en ese todo mundo van incluidos —siendo acaso los principales beneficiados— los automovilistas. Lo explico rápido: el automóvil es un bien de lujo y si menos personas lo usan, en virtud de que haya ciclovías buenas y seguras, banquetas anchas y arboladas, transporte público cómodo, rápido y accesible, quienes de cualquier manera usen su auto pueden hacerlo libres del tráfico infame, ¡conservando la esencia de un artículo de lujo (si a esas vamos)! Pero la serpiente se muerde la cola: las ciudades centradas en el automóvil alientan tanto su uso (y a niveles irracionales, absolutamente innecesarios) que lo llevan a su estado potencial de incompetencia y total inutilidad. Las ciudades multimodales, en cambio, hacen de todos los medios de transporte una buena experiencia, útil y eficiente, incluso aquella sobre el automóvil. Ver algo así es acaso mi sueño más efervescente.

El modelo urbano estadunidense (creador de la ideología social del automóvil) ha dictado construir ciudades inmensas para simular que el carro es muy útil, pero es una abominación. No digo por qué porque esta lección se ha alargado más de lo previsto y porque es obvio. Cuanto es necesario para vivir bien debe estar cerca de las personas, a un radio de quince minutos caminando o en bici, dicta el modelo francés. Así uno puede vivir en ciudad y moverse en ella sin que en eso se le escape la vida. Por eso quiero un trabajo cerca de mi casa (cosa que me aleja de mi empleo actual) y por eso mi hermano y yo hemos optado por una ubicación cercana a nosotros, que no en la colonia en que nos habría gustado originalmente, para abrir la hamburguesería que inauguraremos la semana siguiente.

La idea es darle rienda suelta a la inagotable imaginación que tiene mi hermano para inventar nuevas formas de preparar y servir alimento, junto con su increíble capacidad de cocinar con una sola mano (ha nacido sin la otra), para hacer un lugar donde la gente, en todas sus presentaciones, se atreva a estar loca. Una oda a la bendición de la locura; al compromiso de vivir intensamente sin privarse de sentir nada y quedarse siempre con las manos vacías.

—Un lugar donde puedas…

—Hacer la revolución —me dijo un amigo que derrama sabiduría, cuando difícilmente le quise explicar el concepto.

—Hamburguesas con perspectiva —me dijo otra más, queriendo completar mi descripción incipiente.

En la parte de atrás del menú he puesto a Ángeles Mastretta como una batuta sagrada: «Yo te deseo la locura, el valor, los anhelos, la impaciencia. Te deseo la fortuna de los amores y el delirio de la soledad. Te deseo el gusto por los cometas, por el agua y los ojos de un hombre audaz», dicho por Milagros Veytia a Emilia Sauri cuando sus ojos se encandilan por primera vez con la incandescencia del mundo. Y dentro me he dedicado a ofrecerle un homenaje a quienes, considero, han cometido la extravagancia de vivir irracionalmente y sin ninguna cordura. A quienes han hecho de la barbaridad no un trastorno sino algo habitual. Ellas y ellos que han desatado su insensatez para regalarnos el frenesí de presenciar su obra: Jane Fonda, Freddy Mercury, Gabriela Mistral, Giordano Bruno, María Izquierdo, Elena Garro, Leonora Carrington, los cuatro Beatles, García Márquez, María Luisa Mendoza, Rosa Luxemburgo, Remedios Varo y sor Juana siempre. Todos y aún más todas tachadas de locas y por eso inaprehensibles y venerables.

Eso arrancará, si la dirección de padrón y licencias del ayuntamiento lo permite, la siguiente semana. El viernes diez de septiembre. Entretanto tendré que cancelar un viaje que guardaba como una promesa a las playas de Oaxaca y Guerrero, con un par de amigas que me acompañan en la vida como un par de estrellas y, de cuando en cuando, aparecen en estas páginas. Me quedo por lo pronto con la seguridad de tenernos los siguientes tres meses, hasta que el final de la licenciatura que las tres estudiamos sin conservar por ella el menor interés disuelva aquello que nos arraiga a esta ciudad enorme y nos arroje a buscarnos la vida en tierras menos conocidas. Allá donde podamos ser todo menos eso para lo que nos han formado y encontremos la forma de hacer del mundo un lugar menos triste.

Por eso la hamburguesería ha de llamarse Delirio, pues de delirar y soñar despierto me reservo el derecho.

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Eduardo Jorge González Yáñez

Eduardo Jorge González Yáñez

Escribo porque me viene dado; porque las palabras retratan el mundo y evocan otros posibles; porque lo que tengo que decir lo digo con estas palabras y algo de lo que aprendo, también.

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