Será un placer burgués, pero ahora que finalmente estoy de vuelta en México recuerdo que, más temprano que tarde, lo que extraño son mis libros.
Cuando irrumpe la pandemia – ya serán dos años – vuelvo a Quito y me sucede de vuelta: extraño los libros que quedaron en una caja en México, guardados, esperándome. Un extrañamiento que viene dado por partida doble: las ganas de leerlos, desde luego, pero también una cuestión relacionada con el tacto, y con la sensación de tenerlos entre las manos; el rozar del dedo índice en la esquina de una página, el rasgueo suave de las uñas en sus tapas, acariciando lentamente las arrugas que han coleccionado con el tiempo.
Bolaño hablaba de un fetichismo respecto de los libros que robaba cuando tenía mi edad. Hablaba de libros que él ya sabe que no leerá jamás y era, no obstante, el presentimiento de su cercanía lo que él añoraba; un deseo que no siempre era un deseo de lectura como en realidad una apetencia física del tacto. Yo no sé si los extraño necesariamente de ese modo.
Y sin embargo, es posible que las cosas hayan quedado para mí tan tablas y tan mano a mano en Quito que ahora, salvo unos pocos rostros y unas pocas calles, la única añoranza que me une a la ciudad donde nací es la pequeña biblioteca, que desde hace mucho ha sido lo primero a lo que me despierto diariamente, y lo último que veo antes de dormir. Si muriera el día de mañana, podría jactarme –ya sea con San Pedro o con Caronte- de haber cumplido el sueño: he vivido en una biblioteca.
En esta evocación confieso además una sonrisa. Tengo presente la imagen de estar sentado en el piso de mi habitación con un libro entre las manos, y con mi perro dormitando leve al lado mío. Alguien me dijo hace unos meses que cuando los perros duermen sueñan que nadan. Más concretamente: alguien me dijo hace unos meses que por lo general cuando los perros duermen, sueñan que están nadando. No ha de ser el caso de mi perro variopinto -reflexiono-, porque cuando conoció el mar le tuvo un pánico terrible. He atribuido ese terror a que, en la espuma de la orilla del mar sobre la arena negra, debe haber prefigurado la silueta de un animal vivo; una serpiente blanca, innúmera, unitaria. No le gustó el mar, pero dormía plácido a mi lado sobre la baldosa fría. Es posible que de vez en cuando, en el perruno sueño de su noche, hayamos estado leyendo el mismo libro.
Que lo que extrañe sea la biblioteca dirá mucho del clivaje – uno rumeado lenta y largamente como un tango doloroso- que padecí mientras estuve lejos de México. Un no saber realmente si es que estuve allá o estaba acá.
Fue tantas veces más lo uno que lo otro, tantas veces de decirme ¡no!, si estoy aquí ha de ser por algo y no me queda sino vivir intensamente, experimentar las sensaciones y todo ese largo etcétera.
Pero también fue tantas veces el anhelo de estar por fin de vuelta en México; no tanto en un deseo fulminante de hacer las maletas y largarme como por la naturalidad de una respiración que en Quito me hizo falta, una carencia que en ocasiones me condujo hacia la asfixia. Una asfixia que era hija del vacío. Una asfixia mía y enemiga. Una asfixia vuelta yo. Y fue tantas veces el anhelo… Tantas veces el afán por respirar.
Será un placer burgués, y qué flojera, pero más que nada extraño la cercanía de la pequeña biblioteca. A pesar de haber llenado mis maletas con los libros que he estimado imprescindibles, lo que más siento hoy respecto de la ciudad que dejé atrás, y que va más allá que una ocasional urgencia de lectura de esos libros, es la desesperada certeza de ya no tenerlos frente, a la proximidad del tacto de los dedos. Tal vez Bolaño, parcialmente, tenía la razón.
En uno de sus pasajes más hermosos, Hemingway nos dice que no hay por qué medir la vida en edades bíblicas; dos días son más que suficientes para haberla vivido bien.
Me pregunto, entonces, si es que estuve en Quito, o si es que acaso nunca dejé de estar en México. Me pregunto cuánta vida y cuántas vidas caben en un año y medio. Y solamente ahora, que me he ido o que me he vuelto, puedo entender algo que se antoja demasiado obvio: en realidad no estuve nunca allá ni acá. O estuve en ambos lados a la vez, lo cual es decir la misma cosa. Me atrevería, por lo pronto, a decir que hemos quedado mano a mano la ciudad y yo. Y, si es que cabe, con los años advendrá el perdón.