Si miramos con atención, escuchamos, observamos a las personas de ahí e incluso prestamos atención al silencio, encontramos que desde la ausencia está más lleno de vida que de olvido.
La playa de Cuyutlán en Colima, un lugar que puede capturar a los amantes del mar, de las historias y de pasarla bien. Para llegar a este lugar solo toman unas tres horas de camino, de Guadalajara hacia Colima, y en un rincón, sobre la carretera, encontraremos este pueblo, un pueblo hecho de las personas que lo habitan, de su calidez y de su mar abierto y su arena oscura, un pueblo hecho de las pequeñas tiendas y los hotelitos, y un pueblo que guarda en su memoria y en su presente la historia de los salineros que obtienen de sus aguas la sal, una sal pura y tradicionalmente hecha.
A simple vista lo notamos corroído por los años, desgastado, sin nada por lo cual maravillarnos más que por su playa, pero si miramos con atención, escuchamos, observamos a las personas de ahí e incluso prestamos atención al silencio, encontramos que desde la ausencia está más lleno de vida que de olvido.
A donde volteemos veremos pequeños costales de sal que son vendidos, incluso en todos los pueblos de Colima y playas cercanas, y pocos saben que son producidas en Cuyutlán. Para esto, entre sus calles empedradas encontramos el Museo de la Sal, para conocer el proceso, y es el lugar que guarda el registro de este oficio, de su historia. Tanto Cuyutlán como el Museo, representan esta identidad colectiva que mantiene el orgullo de los salineros y de las personas de Cuyutlán, porque no solo por su mar podemos identificarlo, sino por las historias que se esconden y se mantienen latentes en cada grano de sal.











